El otro día me acordé del Pololo, del garito más que del hombre, aunque de él también.
Intentando llegar a una isla paradisíaca de Filipinas acabamos metidos en una patera con cincuenta filipinos y en medio de una tormenta para tumbar petroleros. Y nosotros en un cascarón de madera, madre mía. Nos engañaron, el problema es que nos engañaron. Reservamos un resort precioso por internet, como siempre hacemos, buscando en Google Earth las playas con las aguas más turquesas. Una vez localizado el lugar geográfico, buscamos un sitio donde alojarnos. Un sitio que sea precioso claro, si no, no vale. De esta forma encontramos el resort Orinda Caramoan, unas chozas encantadoras en medio de una playa de arena blanca y aguas transparentes pero turquesas. No es la primera vez que vamos a un sitio así, de modo que nada nos pareció fuera de lugar. Cuando después de mil peripecias, aviones, pateras, coches, triciclos motorizados, llegamos al lugar, el tal resort no existía. Los pescadores de la pequeña aldea a la que llegamos con nuestra maleta de ruedas y nuestra ropa civilizada nos miraban con curiosidad. El tagalo, que es lo que se habla en Filipinas, tiene muchas palabras españolas, pero no tantas como para entenderse en tagalo-español. Por señas, enseñando la copia impresa de nuestra reserva, algunas palabras en español, otras en inglés, descubrimos, ya definitivamente, que nos habían “tangao”, que allí no había nada llamado Orinda Caramoan.
Mientras amainaba el tifón decidimos alojarnos en el camping “La Playa”, con el nombre así en español, el único sitio que encontramos en el que poder quedarnos provisionalmente.
Almorzando en el cañizo que hacía las veces de comedor me acordaba de las cañas que cubrían y que adornaban el Pololo. Para los que no lo sepan, el Pololo era el apodo de un hombre corpulento, barbudo, serio y sonriente a ratos, mezcla de Bud Spencer y el Capitán Haddock y también el nombre con el que llamábamos a su local, un garito que había en la Calle de la Plata. Yo diría que entre los años ochenta y cinco y noventa y pocos. El Pololo tenía el suelo de tierra, un trozo de techado hecho de caña y una zona interior descubierta, con las paredes amarillo albero cortadas en bruto tal y como las había dejado una pala excavadora el día que se desbrozó ese solar. Muchas de las mesas de mármol tenían inscripciones talladas por la parte de abajo y se decía que eran lápidas, pero es algo que no recuerdo haber comprobado.
Allí nos pasábamos nuestras tardes-noches de adolescentes bebiendo cervezas y tintos de verano y contándonos las vidas.
No sé si ahora habrá algo en ese solar, hace mucho que no paso por allí. Si la Calle de la Plata fuera una playa y la Plaza el Paraíso fuera un mar revuelto bajo un cielo de grandes nubarrones recortados de azul, entonces el Pololo podría haber sido perfectamente el comedor del camping La Playa, al noreste de las islas Filipinas, donde almorzábamos un pescado con salsa de soja. Plato único.
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