Los renglones de la historia de esta foto parecían torcidos, pero sólo había que mirarlos desde un poco más lejos para apreciar la rectitud de sus líneas, que apuntan derechas al terreno de la emoción, y apreciar la hermosa caligrafía con la que Dios ha cursado este telegrama con remitente en San Agustín y destino en la Plaza del Derribo.
Parecía que las líneas sobre las que se asentaban las letras tenían el temblor de las grietas que se abrieron en el templo que levantó José Luis Portillo; que las letras no se sostenían sobre ellas y se precipitaban sin asiento como las placas que se desmoronaban en la iglesia. El primero capítulo de la historia terminaba con la clausura del templo y parecía anticipar la narración de una iglesia cerrada, de unas imágenes arrancadas de su barrio y lanzadas a la diáspora.
Pero no era esa la historia que se estaba trenzando, sino otra que está escrita con la tinta con la que Dios cuenta sus cosas, la belleza. Esta es la historia de una muchacha que viene desde el cerro de San Agustín hasta el Barrio Bajo para visitar a unos parientes. La de una vieja casa que acoge a quien requiere un techo. La mujer que viene con su Hijo sabe bien lo que es andar los caminos buscando quien le dé refugio. Ya lo hizo siendo jovencita y llevando el vientre preñado de Dios. Esta vez ha tardado menos en que le abrieran las puertas.
La Virgen de la Oliva, con el Señor que cabalga en su trono de piel gris y orejas grandes, volverán a su templo este domingo. Ella lo hará siguiendo un camino repetido muchas veces por las que fueron muchachas y hoy son sus vecinas en el barrio. Por las calles que andaban al alba las aceituneras que subían a Beca con su delantalito blanco y su copa de cisco en invierno. Las mismas a las que su esfuerzo les permitió dejar atrás el patio de vecinos para tener la dignidad de una casa propia, aunque el pago justo a tanto trabajo no debiera bajar de un palacio. Las que se fueron a vivir al cerro y sintieron la extrañeza de no tener una iglesia en el barrio, hasta que el cura de los Portillo se hizo titán para levantar San Agustín. Este domingo alguna la acompañará por el mismo camino de sus años mozos y volverán a sus ojos los destellos de una luz de otro tiempo, que copia para este día los brillos de la vida pujante que entonces las impulsaba.
En Santiago han estado dos meses. Regalando con su presencia el asombro y la belleza a quienes han pasado por el templo. Un hito de sorpresa en lo cotidiano, una pátina más de historia para las piedras doradas del arcón de Santiago. Y como testimonio y recuerdo, la Virgen de la Oliva deja una foto a la que el tiempo dará categoría de estampa y que está transida de hermosura. La Virgen de la Oliva a la altura de los ojos en la capilla de Jesús. Tras Ella, el Nazareno, San Juan y la Virgen del Socorro. Se multiplican las perspectivas entre una y otra imagen. En todas se traza un arco de luz dorada que pone aura de divinidad a la contemplación. Si el compás se abre entre la Oliva y el Socorro, el rostro de María redobla la armonía de sus perfiles. En uno de jovencita, con un púrpura en las mejillas que a mí me gusta pensar surgido, no del llanto, sino de un arrobo de rubor. En el otro el de una muchacha a la que no se le borra de la cara el acento de la raza y la firma de la estirpe. Si el compás se mueve al otro extremo, circulan por el ámbito las palabras de consuelo que Juan pone en el oído de María. Y sí el arco se traza al centro, la mirada de Jesús, dulce proyección de la canela de su apostura, recorre una distancia que es la medición exacta de la fe.
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