Opinión - 06/04/2017
"A nuestros jóvenes". Juan Alcaide
Autor:
Juan Alcaide Rubio

 

A veces pasa

que pasa

la vida

desapercibida

 

El día se ha llevado las últimas sombras y ha irrumpido con luz de génesis la mañana. El aire huele a estreno; en su espacio se perfilan más nítidas cada instante las aristas de la ciudad. La veleta, por encima de espadañas y campanarios, relumbra como faro y como meta en lo más alto de la torre. Bajo la apariencia contenida de las gentes, presos en sus zapatos, se agitan unos pies inquietos, sedientos de calles, plazuelas y rampas. Y en las murallas, ya levantan sus rejas los postigos; es la señal esperada:

Todo está a punto para lo eterno. Pero atentos, que a veces pasa que pasa la vida desapercibida.

Queridos jóvenes, privilegiados adolescentes que habéis nacido perfumados de azahar; niños que aprendisteis a gatear por el largo pasillo de una parroquia y descubristeis el fuego en la llama de una vela que fue acumulando cera y más cera, sólo para llegar a ser un día cirio en vuestras manos; vosotros, que veis en el azul de vuestros días un manto de terciopelo y en el cielo de la noche no veis sino un extenso lienzo de ruan negro; que no torcéis en la siguiente esquina, sino que la dobláis para seguir después siempre de frente; que tembláis ante un nubarrón y respiráis humo de incienso en vez de aire; jóvenes que contáis el año descontando soles para el Domingo de Ramos y que hasta en la luna llena de agosto evocáis la plenitud de Parasceve:

 

Ahora despojaos de lo vivido

y volved a vivirlo en el silencio.

Que no os traspase desapercibida

la vida por delante, ni el desprecio

de la memoria y el tiempo os arrastre

al olvido en que mueren los misterios.

 

Jóvenes, sabéis que no hizo falta más que una mano  —a veces recia y callada, maternal y suave otras— para enseñaros a buscar a Dios por iglesias y calles, y a encontraros luego con su Madre para mirarla a los ojos, más allá de tocados y coronas, y rezarle con las mismas palabras de quienes entonces os sostenían en  sus brazos.

Muchachos, volved a la ciudad como antes, algún día serán vuestros brazos los que levanten otro cuerpo, liviano y pequeño, para que os oiga rezar mientras cruza su mirada pura con la dulce mirada de su Virgen. Saltad a la ciudad como niños, con los ojos limpios y atentos para el milagro, ajenos a tópicos manidos, para ir de la mano y en silencio en busca delo eterno.

En algún punto del camino os estará esperando, lo sabréis al momento:

Será cuando desaparezca el alrededor, y no exista el tiempo ni el temor, ni teorías ni razón, ni mapas, fronteras, relojes, monedas, ni el bueno o el malo, ni trabas ni condición, ni nada de nada al fin, salvo Dios.

Será entonces, cuando una luz clara, como de paloma plateada revoloteando en el aire, vaya descubriendo, ahora sí, la esencia a través de las cosas. Y, revoloteando, enseñe que la nieve en los naranjos no es más que un puñado de almas en flor; y que la nube de incienso es aliento de los ángeles para elevar la Cruz de Jesús; y los compases de “Amarguras” una canción de cuna con la que María arropa a su Hijo en el último duelo; y la cera derretida es llanto desbordado en estelas de oro; y que todo lo verde es el cielo prometido repartido en pedazos de Esperanza…

Y que aquí no pasa nunca la vida

desapercibida,

ni la muerte dura más de tres días,

y todo es posible,

volando ya el alma,

porque la llave al milagro es antigua

y es Semana Santa.

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