Opinión - 05/06/2012
"Una falda andrajosa". Juan Alcaide
Autor:
Juan Alcaide Rubio

Ahora que Alcalá ha recuperado con la restauración del puente de Carlos III, el Puente Romano de toda la vida (aunque no quede de aquella época ni media piedra), una imagen abandonada durante demasiado tiempo por la desidia y la dejadez. Ahora que nos han devuelto la vista con la exhumación de dos ojos sepultados tras la suciedad que tantos años ha venido arrastrando nuestro río, como queriendo sacar afuera toda la miseria y fealdad de un pueblo que ha vertido en él desde sus sueños hasta sus vergüenzas. Ahora que salimos de nuestra ciudad camino del sur con el agradable regusto que deja esa última mirada a nuestra derecha perdiéndose más allá del viaducto, entre la claridad pulcra de una arquitectura que alberga cultura y saber.

Ahora, más que nunca, nos damos cuenta de que a esa ladera que desciende desde el Águila hasta el agua, a esa efigie que descansa sobre el lecho de un río, calzada con un puente emergido del barro, y coronada por un santuario resguardado tras una diadema inexpugnable de albero, le han dejado sus caderas descuidadas, han dejado su figura abandonada y mal vestida con una falda andrajosa que estropea y rompe de golpe el encanto de todo el conjunto.

La falda de la cara sur del Castillo es una combinación de mal gusto y cochambre, un mal gusto diseñado por unos particulares con vía libre y una cochambre propiciada por las mismas negligencias que cegaron los ojos del puente.

Desde la casa Ibarra, con su ruinoso aspecto, hasta la línea de la muralla que desciende a modo de barbacana en el extremo occidental, esta fachada del cerro nos ofrece una estampa chocante en la que se suceden de forma desoladora: manchas de chumberas mortecinas, azulejos variopintos, tapias parcheadas de cal y desconchones, palmeras decaídas por el ambiente y paredes sin techo de ladrillos sin dueño, deprimentes y sucios.

Mucho se ha hablado del Castillo, del barrio de San Miguel y sus callejas, y de los privilegiados balcones que, orientados al mediodía, se asoman a la ribera desde lo más alto. Se ha comentado muchas veces lo que supondría para Alcalá la puesta en valor de toda la zona y la recuperación integral de un lugar que nos trasladaría a un "albaicín sevillano" que nos devolviera la calma perdida, un locus amoenus al que el mismísimo Fray Luis se apartare.

Pero, dejando al margen proyectos que hoy son más utópicos que nunca, me gustaría advertir a los que tienen cedida la potestad para decidir que es ahora, justo ahora, en medio de la crisis en la que buceamos, ahora que se ha parado en seco el ruidoso movimiento de las hormigoneras, cuando tienen tiempo para mirar a su alrededor, como hacemos los que cada día entramos y salimos de Alcalá, y comprobar la necesidad de darle un "lavaíto de cara" a esa falda llena de andrajos y evitar así el grotesco contraste entre lo bello y lo feo, entre el cuidado y el abandono, que se hace patente en la ladera más preciada de nuestro cerro.

Solo hace falta un poco de eficiencia para cuidar lo que se supone que es de todos y un mucho de valor para atreverse con el peso de lo consuetudinario y, siendo tan clarito como el agua que discurre por sus huertos, exhortar a los vecinos a unificar terrazas, ayudando a que no luzcan en sus bancales más tonalidades que el verdor de la huerta, el blanco calcáreo de sus tapias y el albero dorado de la piedra.

¡Muévanse ahora! ¡ahora que todo está parado!

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