Opinión - 28/03/2019
HISTORIAS COFRADES. "El Pajineta". Alberto Mallado
Autor:
Alberto Mallado
HISTORIAS COFRADES.

El niño iba tan contento de camino a la Casa de Hermandad que sin darse cuenta daba los pasos entre andando y saltando. Lo corrigió rápido porque le parecía ya algo impropio de su edad y se puso a la altura de su padre para traspasar aquella puerta que a él le parecía el umbral de un lugar mágico.

Conocía a la perfección los dibujos de los bordados que se guardaban tras los cristales, el sitio de cada insignia y la historia de la túnica que arrojaron a  un pozo y cuyo paradero, arrepentido, confesó el autor de aquella fechoría. Allí siempre había cosas que hacer, algo que limpiar, (sobre todo faroles), chismes que llevar de aquí para allá o algún aviso que dar en la planta de arriba. Y cuando no, alguien a quien escuchar, historias de costaleros, nociones sobre el montaje de los pasos o disquisiciones sobre los pasos de Sevilla, que si este palio es mejor que el otro o que el sitio bueno para ver tal misterio está en el Arenal o por la Magdalena.

Ese día estaban en la Casa Hermandad los Judíos. En un momento dado sin que él se diera cuenta, se colocaron en el patio con el capitán al frente y lo llamaron. El capitán, un hombre de volumen acorde a la importancia de su cargo, le habló como lo hubiera hecho un general a un soldado. “Hemos pensado que tu vas a ser el pajineta de la Judea este año, así que el sábado a las once en la nave tienes el primer ensayo”. El niño miró al capitán, a su padre que asintió con la cabeza, y tras varios segundos atinó a decir gracias. Luego llegaron las felicitaciones de los judíos, con grandes palmetazos en los hombros que a punto estuvieron de dejarle caer.  Le probaron la ropa. Perfecta, aunque el casco le bailara un poco. Tenía buenas hechuras para pajineta, menudo y con cara de travieso. Le enseñaron la tablilla y le advirtieron que aquello era duro, muchas horas y mucho frío por la noche.

Aquel día llegaron un poco más tarde a casa. Por el camino su padre esperó a que hubiera poca luz en la calle para preguntarle si estaba contento. “Soy el más feliz del mundo”, le dijo cuando pasaban por debajo de una farola fundida. El padre había calculado bien el momento para que la oscuridad no dejara ver la lágrima que se le escapaba.

El pajineta pasaba los días ensayando el baile. El sonido de la flauta y el tambor era la banda sonora de la casa. Hasta ensayaba en la sala de espera del médico del hospital. Desde hacía unos meses iba cada cierto tiempo a hacerse análisis. Había algo que por prudencia había que ir mirando de vez en cuando. Ese día también vinieron los abuelos, no sabía bien por qué. Se quedaron con él fuera de la consulta y entraron sus padres. Aquello no iba bien. Se había confirmado el peor diagnóstico, había que ingresarlo al día siguiente y empezar a hacer pruebas y poner tratamiento. Sin fecha. Se iría viendo.

El niño no dijo nada. Si le hubieran dicho que el Miércoles Santo le daban el alta no le hubiera importado. Pero sin fecha… podía llegar el Jueves y no estar en su puesto en la Judea.

Llegaron días de hospital, pinchazos, cables y medicamentos. Batas blancas y vídeos de cofradías en el móvil para que pasaran las horas más rápidas. El niño pensaba que aún había tiempo, todavía no habían sido ni los cultos. Se pondría bien. Sólo esperaba que no le buscaran sustituto. A los pocos días el padre avisó al capitán. “Tendréis que buscar otro pajineta. No va a poder ser”. El capitán preguntó los detalles de la enfermedad y sólo dijo “tú no te preocupes, eso es cosa mía”.

En el siguiente ensayo el capitán comunicó la situación a los judíos con un nudo en la garganta. Nadie dijo un nombre para ocupar su puesto. Sólo habló el judío más viejo. “Hay que ir a verlo, todos”. Aquello no era fácil. En el Valme habían restringido las horas de visita y el número. Dos por habitación. La tropa se puso en marcha. Organizaron expediciones dos a dos para explorar el terreno. Encontraron varios puntos de acceso desde otras áreas que no estaban vigilados. También dieron con algunos enfermos de Alcalá que estaban dispuestos a darles sus pases.

El día fijado pusieron en marcha la operación. Las nueve de la mañana era la hora perfecta. Había cambio de turno en las enfermeras. El punto de agrupación era la máquina de refrescos de la planta. Todos lograron llegar aunque alguno diera más vueltas de las previstas por aquel dédalo hospitalario. El capitán mandó formar allí mismo y uno de ellos sacó la bandera que llevaba plegada en una bolsa, enroscó las piezas del  ingenio metálico que había fabricado para hacerle de mástil (el original hubiera llamado demasiado la atención frente a los vigilantes) y ató el paño morado. A paso marcial y con la bandera desplegada avanzaron por el pasillo.

Una enfermera les salió al paso malencarada. Estaba previsto. Uno de los judíos la apaciguó, “tranquila, soy el nuevo delegado de sanidad, no me conocerá, me acaban de nombrar, con esto del nuevo gobierno todo es un lío hasta que llevemos algo de tiempo, no se preocupe esto es cosa de la consejería,  un programa nuevo que hemos puesto en marcha, ¿no le han informado?, hay que mejorar los canales de comunicación con los trabajadores, será una de mis prioridades, toda la documentación viene de camino, la trae un funcionario, ha ido a aparcar, es tremendo lo del aparcamiento aquí, ya estamos trabajando para darle solución.

Mientras soltaba la retahíla, la tropa había llegado a la puerta de la habitación del niño. El capitán llamó dos veces y desde dentro le abrieron. Entraron y se apretaron hombro con hombro en la estancia. El niño pensó que le habían dado algún medicamento que le hacía ver cosas raras, pero la voz del capitán le confirmó que aquello era verdad. “Te traemos la tabilla del INRI y el palito para que puedas practicar, la dejamos aquí, tú la traes el Jueves Santo, ya sabes a las ocho en la hermandad para vestirse”. Hubo tiempo para algunas bromas y para ponerse al día de las cosas de la cofradía, hasta que dos celadores aparecieron. “Retirada” mandó el capitán y todos salieron.

En la semana de los cultos se rezó mucho por el pajineta. En la puerta eran muchos los que cada día le preguntaban al capitán cómo estaba y que iba a hacer si no podía salir. Siempre respondía lo mismo, señalando con la cabeza el azulejo, “Él sabrá”.

El pajineta se portó como un hombre. Cuando le decían que había que hacer tal o cual prueba o tomarse una y otra cosa, siempre decía, “venga, venga que tengo que ponerme bien, que tengo que llevar la tablilla para el Jueves”. Pero no había mejoría. El Martes Santo por la noche perdió la esperanza. Aguantó como pudo a que sus padres se durmieran sobre aquellos sillones-tortura y lloró sin consuelo, en silencio. Un río de cristal molido le surcó la cara, sintió los tubos que terminaban en su carne como cadenas de hierro y sobre su pecho cayó una losa de angustia.

Entonces entró un médico en la habitación. No lo había visto nunca. Tenía una pinta extraña, barba y pelo largo, moreno, con bata blanca sin botones y reluciente (cuando allí todos la llevaban verde o azul). Sus padres seguían dormidos. “¿Tú eres el Pajineta, verdad? y está es la tablilla que llevas en Jueves Santo”. El médico la cogió y la leyó, “Jesus Nazarenus Rex Judaeorum” y su expresión se tornó en la de quien evoca un recuerdo muy intenso.

“No llores, no te angusties, ya sabemos lo que tienes y cómo se cura, toma esto”. Sacó una pieza de pan de la bata y la partió “con media será suficiente”. “No te extrañes –añadió- es medicina, ahora algunos medicamentos, los que tiene peor sabor, las hacen así, los meten entre los ingredientes del pan para que pueda comerse mejor. Ahora descansa y el Jueves Santo a salir con los Judíos. Yo también estaré. Allí nos vemos”.

Por la mañana un grupo de médicos despertó al niño y a sus padres irrumpiendo en la habitación. “Traemos los últimos resultados y no sabemos qué pasa porque sale que todo está bien, aparece como si el niño no tuviera nada y eso no puede ser. Estamos viendo que ha podido fallar”. Los padres pasaron la mañana asaltando al médico cada vez que lo veían por el pasillo

-¿Se sabe algo?

- Nada, estamos consultado pero no damos con la tecla, es una cosa inexplicable. Debe haber fallado el aparato o hemos metido los datos erróneos.

A mediodía cambiaba el turno y le tocaba guardia al “Viejo”. El “Viejo” era, claro, el médico de más edad del hospital. Toda la vida en pediatría, un referente para los mayores, serio, riguroso y con un ojo clínico que afinaba más que toda la moderna tecnología analítica. Fueron a preguntarle. Los escuchó y sólo dijo “vamos a ver al niño”.

-“Cuéntame, ¿cómo estas?”, le preguntó.

-Yo perfectamente, listo para el Jueves Santo.

-¿Y qué es lo que pasa el Jueves Santo?

Y el pajineta empezó a relatar todo lo que sucede en Alcalá ese día y a hablarle de los judíos.

-Yo ya estoy bien, de verdad, desde que el médico de las barbas me dio la medicina del pan, ya estoy curado.

-¿A ver cómo es eso del médico de las barbas y del pan?

Y el niño le contó la visita que tuvo la noche pasada. El “Viejo” sólo dijo “ah, claro, bien bien”. Se levantó y salió a hablar con los otros doctores.

-No marearos más, los análisis están bien, el niño está curado, yo esto ya lo he visto otras veces, yo firmo el alta, bajo mi responsabilidad.

Los otros médicos le llegaron a llamar irresponsable y loco, pero el “Viejo”, conocía al doctor de las barbas, que ya en una ocasión atinó con el diagnóstico de su propio hijo.

Así que el Miércoles Santo  por la noche el pajineta estaba donde debía estar, en su cama descansando y abrazado a su tablilla. El jueves a las ocho los judíos ya habían llegado a la Casa Hermandad, comenzaron a vestirse en salón en un ambiente muy distinto al de otros años, serios, graves, con la mirada baja. Cuando estaban acabando en la puerta del salón oyeron tres golpes con el viejo compás del pajineta. Allí estaba el niño con la tablilla y el palito en sus manos. A los judíos les daría vergüenza que se contara lo que lloraron al verlo.

Ya vestidos marcharon a Santiago en formación. El primer revoleó se lo dedicaron  al pajineta y él hizo el primer baile a la perfección. Cuando acabó buscó a ver si estaba el médico. No lo vio, pero pensó que aquel doctor tenía un aire a Jesús.

 

Nota:

Esta historia es inventada, no tiene nada que ver con la realidad, gracias a Dios. No se mareen buscándole referentes reales. Para los no versados en alcalareñismo, los Judíos de la Hermandad de Jesús Nazareno son una cohorte romana acompañada de varios judíos que desde el Jueves Santo recorren Alcalá para anunciar la sentencia de Cristo. Revolean una bandera en señal de burla y un niño, el Pajineta hace un baile en el que exhibe la tablilla del INRI para pregonar la condena de Cristo. En la procesión son los encargados de prender a Jesús y luego de custodiarlo hasta su llegada a Santiago.

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