Este domingo tendrá lugar una celebración entrañable y llena de significado. En el marco de los cultos de la Candelaria en el Santuario de la Virgen del Águila se celebra la presentación a la patrona de los niños nacidos durante el año, allí donde su manto hace sombra, en el término roturado como tierra de la Virgen del Águila. Aunque renueva los protagonistas cada vez, la presentación de los niños tiene un sabor añejo, de rito antiguo que encierra el eco de una fe vieja, tan próxima a la trascendencia como a la tierra. Acuden los padres con sus hijos y también Águila la del Castillo, repitiendo el gesto. Viene con su hijo Jesús en sus manos vestido con traje de cristianar, entregado al pueblo como don supremo.
Ese acto, entonces y ahora, genera además un compromiso, el de la Virgen entonces de abordar la tarea gigante de ser el asiento de un dios en la tierra; una encomienda que pudo cumplir con la herramienta poderosa del amor incondicional. El de los padres ahora de arrimar su hijo a la fe, de coger su mano por el camino de dios y usar a la Virgen como brújula.
La ceremonia llena el ámbito del Santuario de la Virgen de un trajín de padres y niños. Día de gala y celebración, de saludos y orgullo. Hay en todo esto una alegría de cosecha, con su felicidad simple y profunda de saber que dios cumple con su promesa de abundancia para sus hijos. Aquí se apretuja una gavilla de almas como ofrenda a dios y la Virgen. Fruto de amor y fe. Tiernos brotes verdecidos con la luz de la esperanza que los alumbró.
En las manos velas y una llama, un breve aliento dorado que en su esencia encierra toda la luz del mundo. Una sola y minúscula llama puede prender otra y otra, hasta el infinito, en una hermosa lección del poder de lo pequeño, de la fuerza de la repetición de un gesto.
La fiesta de las candelas es la celebración de la luz, ámbito exacto de la vida y reflejo de dios. En estos días de febrero, aun pequeños y en los que hemos transitado ya el frío y la oscuridad de enero, la luz aparece como un preludio de la primavera. Un poco más, ya se acerca la hora. Y es como si esas pequeñas llamas fueran a reunirse para provocar el incendio de claridad que nos regala el cielo cada año al llegar la estación de la vida.
Una vela por cada vida, pequeña como ella, pero alimentada por la cera que funden sus padres para hacerla crecer. Una vela que fue prendida por otra y más atrás por otra, en un ciclo que arde eternamente alimentado por el aliento del amor.
En nuestras hermandades todo está transido de luz, tienen aprendida la lección. Desde la candelería de un palio a los altares. Y a dios se le ofrece la permanente presencia de una llama encendida. Y es que la luz, sin ser vida, es la esencia de la vida. Sin ella la materia no subsiste, en la oscuridad, ni siquiera revela sus formas. La luz que transporta la alegría y la mirada, que irradia el calor y colorea la belleza, tiene que ser a la fuerza la obra de un dios que contempla sonriente el despertar del mundo a sus rayos y su tibieza.
Dios y luz, materia y espejo
Obra y creador, servidor y dueño
Con luz, escribe dios sus textos
La traza entre cóncavo y convexo
Para que el tiempo sea eterno
La hace crecer para la vida
La mengua para el receso
La restalla en primavera
Para mirarse en su reflejo
La hace delicada en el invierno
Como de velas de un templo
En sus manos es yesquero
que prende el sol en el cielo
La cuela en los resquicios del miedo
Sana con ella angustia y duelo
Es su lanza y nuestro yelmo
Y en su interior guarda el tiempo
Tu insuflas aliento al fuego
Das a la luz alma y cuerpo
La retiras del vidrio en el aliento postrero
Tú eres el dios de la luz porque de ella todo está lleno
Y si de luz todo está envuelto
Y tú estás en cada lugar y momento
Es porque tú eres la luz, la vida, el tiempo.
Este es un día de luz, y también de vida, ambas íntimamente entrelazadas en un nudo que conforma la urdimbre del universo. En la Candelaria se celebra la vida presagiada en los primeros indicios de la primavera. Aquí en Alcalá se hace con más vida, con ofrendas de pura carne bendecida por el amor que las engendró. Esta es una celebración del don más sagrado que dios entregó al hombre y a la tierra, la vida y su capacidad de perpetuarla. Un regalo que hoy muchos desprecian ufanos de una fortaleza e independencia, toda mentira y engaño, que creen que les da el poder de establecer una moral antinatura. Así, investidos de una divinidad que su ignorancia y su arrogancia ya de por si niegan, establecen condiciones a la vida, la parcelan, la matizan, le añaden una degradación de adjetivos, le ponen requisitos. Como si la vida unas veces fuera vida y otras otra cosa. Que absurdo. La vida es vida. En el primer instante, claro, plena de potencialidad, puede haber una vida más fuerte, más rotunda, que la que lo tiene todo por delante. En el último aliento, o acaso no es vida un pálpito cada vez más próximo a la luz que habrá de inundar el alma.
Y es el día de la Virgen. Ella está siempre presente en los días grandes o más bien es ella la que hace grandes a los días. Aquí pone un ámbito para la celebración y el regalo de su Hijo. Baja de su altura para mirar a los ojos, viste al Niño de orgullo de Madre y el pequeño le echa los brazos a quien lo llama por su nombre. La Virgen abre su casa y ofrece un punto en el que anclar el barco de la fe. Volvió del olvido y la oscuridad en las alas de un águila, y ahora es ella quien horada las tinieblas con la blanca presencia de su figura. Durante siglos se encarnó en la piedra de albero oculta a la vista, para impregnarse de la entraña de Alcalá. Volvió a la luz prendida en el vuelo del ave de dios y ahora incendia los cielos cada tarde desde su atalaya y prende una candela que no se apaga, siempre dispuesta a calentar del frío del desconsuelo a quienes a ella acuden.
Es ella quien corona esta Vía Sacra de Alcalá que va de Santiago a Santa María. Una ascensión que traza el camino por la íntima esencia de nuestro pueblo. Las piedras y las imágenes nos hablan aunque a veces no nos demos cuenta. Si tomamos la cruz como Jesús en Santiago y prendemos en ella nuestras miserias y nuestras dudas habremos de caminar con esfuerzo. Dios ha dispuesto que el camino sea cuesta arriba para que en el sacrificio esté la redención. Por eso esta calle apunta al cielo. Pero siempre al final está el consuelo, la recompensa por la que María se encarga de interceder. Y ella en el punto final del camino de ascensión siempre ofrece el bálsamo de su belleza. Un orbe de paz en el óvalo de su cara. Dos arcos en sus cejas para sostener la habitación sosegada a la que traslada su contemplación; una apostura de canela en su mirada y en el púrpura de sus labios clarea la palabra exacta para cada desconsuelo.
Murallas frente al tiempo,
una iglesia sobre el cerro,
cal y piedra; blanco y albero.
Arco que señala el cielo,
teja, ojiva y azulejo.
De vecindario convento,
al horizonte río, molino y pueblo.
De faro para el lejos
torre, campana y viento
metal en lo etéreo.
Blanca presencia en el centro
águila, corona y cetro
leyenda, memoria y vuelo
ave que busca su encuentro
a la palabra verso,
a la música instrumento,
y a la moral, espejo.
Vientre de amor convexo,
trono de un dios pequeño
a la altura de la risa y el encuentro
Cielo inflamado tras la puerta
cuela rayos el sol y juega
por la madera entreabierta.
Claridad que aumenta,
preludio de primavera,
vuelca de su lado la arena
anuncia miel en la mesa,
brillo de plata en la luna llena
llama prendida en la vela.
Dios pide más luz bajo la cuesta.
Van a colgarse en la bóveda
murmullos y risas nuevas
tacto de piel tersa,
encaje en la tela,
rosa el óvalo de la cabeza,
vida que se estrena,
madres que su fruto llevan,
brazos que lo elevan,
albarán de entrega,
juramento de filiación paterna.
Yo te dejo esta encomienda
tú lo guardas en la tierra
si se tuerce lo enderezas
en ti se apoya si hay piedras
sé en el frío su tibieza
en la rabia lo sosiegas
si te olvida tu lo recuerdas
si duerme a la fe lo despiertas
al final del camino lo esperas
e iluminas la última senda
De la meditación ante la Virgen del Águila con motivo del 125 aniversario de la Fundación de la Hermandad
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