El gran nubarrón virtual venía amenazando tormenta. Este cielo encapotado de blogs, tuiteros y caralibros, este whatsApp de Babel presagiaba un nuevo desorden aquí abajo, en el suelo que pisamos; y la nube, finalmente, ha descargado y ha dejado al personal expectante: Y ahora, ¿qué? ¿Cómo se trenza este deshilachado?
Hubo un tiempo, no hace mucho, en que todo seguía un orden previsto y los días se sucedían amablemente bajo un cielo despejado. En este ambiente plácido crecía en su cargo el alcalde de todos los alcalareños —de nombre Antonio y de apellidos Gutiérrez Limones— y se esmeraba cada día en convertir un viejo pueblo en una ciudad nueva. El conseguidor de polígonos, gurú de la reindustrialización, acumulaba méritos, uno tras otro; y, mientras entraba y salía cada vez con más naturalidad de los despachos económicos de la Junta y de los laboratorios en los que se repartían las suculentas inyecciones europeas, don Antonio transformaba su antiguo pueblo panadero en una ciudad luminosa, ejemplo de desarrollo y vanguardia del sur de Europa.
El pueblo contemplaba ensimismado aquella frenética actividad: incansables grúas en una danza continua, explosiones de verdor en la ribera, multiplicación de palmeras, estrenos, bulevares, parques y jardines, puentes, teatros, rotondas, bibliotecas, tranvías, ferias, museos… y polígonos, muchos polígonos.
Ahí quedó eso, indiscutible. Y los paisanos supieron valorarlo, y hasta reconocían una transformación interior que poco a poco les iba despojando de complejos y les revestía de una autoestima, hasta entonces, pocas veces vinculada a Alcalá.
Pero fue tan cómodo el crecimiento y tan alegre la fiesta —y tan descontrolada— que la creyeron inagotable, y así pasaron los años y siguieron bailando mientras el alcalde volaba y volaba, abandonando el nido agarrado a una nube de humo que ascendía y le llevaba más y más alto. Y aquella nube se convirtió en humos y los humos en ínfulas de senador importante, y su pueblecito transformado en cuidad se le quedó demasiado pequeño y empezó a resultarle aburrido, y empezó a ausentarse, y a pasar las semanas entre Sevilla y Madrid, entre pasillos de mármol y moquetas de AVE y hoteles.
Y es que El Limonato ya estaba plantado en su solar, por lo que podía marchar tranquilo. Así que dejó a su gente a cargo y siguió volando libremente. Aquí quedaron sus fieles, una camarilla con licencia para hacer y deshacer, siempre con vía libre para la especulación y con el campo ancho para crecer y venirse arriba hasta el punto de jugar a interpretar el papel de capos de una mafia local que se holgaba repanchingada en un compadreo baboso con su clientela.
Y al cabo, más allá de nuestras lindes, después de tanto vuelo, llegó el gran día: Limones se la jugó en un duelo contra la mejor obra del aparato socialista andaluz —Pigmalión obró el milagro y le puso nombre de canción— y, como todos quedaron prendados ante tal creación, don Antonio cayó de sus humos al polvo, y lo mordió ante Susana. Y ahí se acabó todo.
Pudo tener el alcalde de Alcalá una salida mejor, pero no supo desprenderse de una poltrona que le provocaba urticaria, pero que sostenía la carga de demasiadas cosas. El grifo se había cerrado; tras el derroche, las deudas salían por las ventanas, la corrupción empezaba a heder y las puertas, antes abiertas de par en par, se iban cerrando de un portazo, una tras otra.
Los humos del Limonato dejaban cenizas en forma de polígonos fantasmas, de teatros, bibliotecas y museos mal gestionados, de facturas pendientes y de patrimonios abandonados, y un olor a chamusquina acabó impregnando cada rincón de su hacienda. Entonces, don Antonio, en vez de abandonar de una vez para siempre el nº 1 de la Plaza del Duque o limpiar la casa para empezar de nuevo, se enrocó en su trono y esperó a verlas venir entre capotazos y trucos de trilero, intentando ganar tiempo no se sabe muy bien para qué. Pero el tiempo le pilló a él; reapareció en las mismas calles que le vieron volar demasiado tarde, con la suficiencia de quien viene de despachos más altos, y se dejó ver apenas dos semanas antes de unas elecciones que le iban a bajar definitivamente los humos.
En un lugar en donde el perro de mi vecino se llevaría 8.000 votos si le da por presentarse a alcalde por el PSOE, el resultado de Limones el 24 de mayo es mucho más significativo de lo que dicen los números fríos y desmemoriados.
Señor Alcalde:
De aquellos humos, estos lodos… y este tortazo.
En Alcalá siempre habrá gente dispuesta a darle la bienvenida después de tan larga ausencia. En tanto, ahora, aquí y allá, en el suelo y en la inmensa nube que presagió su caída, sus vecinos se preguntan inquietos: Y ahora, ¿qué? ¿Cómo se trenza este deshilachado?
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