Los que no teníamos todavía los años suficientes para ir a la universidad y no habíamos alcanzado, por tanto, el privilegio de saltar cada mañana, en la última parada, a la ciudad de la gracia y los aromas, teníamos que conformarnos con los días plenicortos de vacaciones para pisarla en un continuo empezar a conocerla. Y nos arrojábamos a ella sobre todo en primavera, en esos días de Semana Santa y de Feria en los que la capital se atavía para hacer honor a sus epítetos; mas, quedaba aún velada a los preuniversitarios la otra ciudad, la que se descubre habitándola diariamente, entre pasillos de facultad y barecitos esquinados; aquella otra ciudad de belleza encapotada y rincones introvertidos al dorso de unas orillas encaladas de blancura y de reflejos iridiscentes.
Hoy, siempre que llegan y pasan estas fechas, me acuerdo de aquellos saltos a la vida, y, no sé por qué, acabo recordando el trayecto a bordo de La Casal, el autobús de siempre, con todas sus paradas, una a una, y dos horarios sobre el resto, ambos de vuelta: el último de la noche de un Lunes o un Martes Santo en los que exprimíamos el tiempo, al punto de terminar corriendo desde los aledaños del último palio hasta la estación del Prado para no perder nuestro autobús; y el primero de una mañana traidora de jueves o viernes de feria, tras una madrugada amarilla, de vino fino y rodaje jaranero.
Y al recordar aquellos breves trayectos, acabo echando cuentas y me resulta increíble que, más de veinte años después, los jóvenes, y no tan jóvenes, que quieren desplazarse a Sevilla por medio del tan reconocido y ¿democrático? —no entiendo muy bien esto último— transporte público, tengan que hacerlo exactamente igual que entonces.
Acá, por las zonas altas de nuestro pueblo, más de una vez he visto la imagen de uno de aquellos autobuses cruzando un decorado de vías y puentes destinados a otro protagonista y, en un plano intermedio, unos niños recorriendo el camino dibujado por unos flamantes raíles: vírgenes surcos de metal, castos, a la espera de su arado. Y me los he querido imaginar inventando su vida de hermanos junto a un tranvía, máquina obediente y mansa como un cordero, que vendría a entretenerlos con su paso regular e infalible en las largas tardes de ausencia de un padre tan trabajador como ese dócil vagón disciplinado. Y me invento la escena familiar en la que el hermano mayor le cuenta al pequeño que su cordero, su soñado tranvía, no va a venir; que, antes incluso de llegar, ha sido vendido a otros usos que ellos no entienden y para otras gentes que no conocen.
Y me viene a la memoria aquel viejo cuento, triste y hermoso, de Clarín: "Adiós, Cordera". Historia en la que dos hermanos, niño y niña, acostumbrados a la plácida felicidad de su prado, acompañados siempre de su vaca, sufren la crueldad de un nuevo mundo que les arrebata precisamente lo que más querían: esa buena vaca a la que llamaban Cordera. Y en los niños de aquél —Rosa y Pinín—, veo a los de aquí; tal como en aquella vaca veo el tranvía. Y comparo sus destinos aciagos, culminación de una suerte fatal en la que los niños serán testimonio de que todo seguirá igual. Así, el ferrocarril y el poste de telégrafo del cuento son hoy curvas elevadas y hormigón armado; y todos, símbolos del recorrido de una industrialización errónea y de un desarrollismo mal entendido, politizado, especulativo y parcheado.
Y cuando voy a decirte definitivamente adiós, cordero, tranvía soñado, se me dibuja una sonrisa de resignación y pienso: ¡Ay! Si te hubieran pillado unos que yo me sé para empapelarte desde el morro hasta la cola… ¡qué buena propaganda se les ha escapado!
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