Opinión - 25/02/2015
"Gran ciudad". Juan Alcaide
Autor:
Juan Alcaide Rubio

Ya somos una gran ciudad, y hemos estrenado el título como se estrena un abrigo de piel cuando arrecia el invierno. Ya somos 75.000 vecinos; desconocidos lejanos y residentes en Alcalá.

Parece, visto lo visto, que surtió efecto la campaña de animación para empadronarse y poder llegar así a esa cifra mágica que debe abrir compuertas a nuevos caudales que prometen bonanza. Era simplemente un despiste lo que estaba impidiendo la catalogación de Gran Ciudad; pequeño despiste de unos cuantos miles de ciudadanos que vivían ajenos a las ventajas de figurar en el padrón alcalareño. Pero ya está solucionado, ya estamos todos con los papeles en regla; prestos y dispuestos a crecer al compás de la nueva gran ciudad.

Y no es desdeñable el logro conseguido. Dicen que hay por ahí algún municipio, de cuyo nombre no sé si acordarme, que ha poco empezó a ver cómo sus habitantes se fugaban en tropel de su padrón, que no de sus casas, huyendo de las sangrantes puñaladas de un acrónimo temible —IBI— en busca de otros padrones más amables. Así que valoremos lo conseguido y celebremos que al fin podremos despojarnos de una imagen de Alcalá que recordaba a esa mujer de provincias que sale una mañana a comprar a la capital y regresa a la tarde con vestido nuevo y la promesa de un buen partido. Y que en adelante, viviendo en la expectativa, cierra su casa a los paisanos y no abre las ventanas ni para renovar el aire, que se estanca y se carcome envejeciéndolo todo.

Somos, ahora sí, una ciudad grande. Y como todas las grandes urbes, la nuestra tiene también sus cosas buenas y sus cosillas malas. No hay gran ciudad sin sus atascos y su poquito de contaminación; sin su orden complicado y su caos; sin sus ruidos y su ajetreo; sin su "gramito" de delincuencia y su "mijita" de inseguridad; sin su cachito de corrupción y su pedacito de derroche, sin su cuota de paro y sus barrios "chungos" y sus guetos y sus arrabales —que también los tenemos aquí, con la peculiaridad de ser justo en el punto más céntrico de la polis donde esa pelusilla nerviosa que provoca la calle desierta y oscura ante tus pasos crece hasta casi quebrarte los huesos de miedo y de pena—.

Y como gran ciudad, aquí estamos cumpliendo con todos los inconvenientes, y dispuestos a superarlos porque, al otro lado, son tantas las ventajas y las posibilidades que nos ofrece nuestra gran ciudad que merecen el peaje. ¿O no lo merecen acaso las bondades que ya empezamos a paladear? Su oferta cultural, su patrimonio cuidado y querido, sus terrazas al sol y sus veladores al fresco, sus bulevares, su variadísimo y sofisticado transporte público, sus completas vías de comunicación, sus espacios recreativos, sus oportunidades laborales y de movilidad social, sus monumentos y su recortado skyline, sus tiendas y su mercado vasto y bullente, su moderna zona externa para negociar y su casco histórico para pasear, su trasiego, su oferta, sus mañanas efervescentes, su insomnio de neón, su vida... Y, al fin, su río, donde vamos arrojando todos nuestros sueños y por donde ha de marcharse tanto sarcasmo atrevido para seguir soportando a ese mercachifle cuasi forastero que viene a vendernos una ciudad que no es la nuestra.

El mismo río por el que seguirá perdiéndose como un susurro un viejo anhelo:

 Alcalá sin pretensiones de ciudad, qué gran lugar.

Y como un eco antiguo... Alcalá, con su río y sus pinos verdes, con su castillo y su albero, qué buen sitio para un pueblo y su gente.

 

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