Postrimerías de un verano de hace ya algunos años. Noche tibia. En cualquier zona al alcance de las hercianas de Radio Sevilla. Un partido de pretemporada (Trofeo del Olivo, posiblemente). La voz de un locutor desde Jaén:
— El partido se está endureciendo, señores. Y el público, que se contagia, empieza a estar alterado. Bueno, bueno... esto se está poniendo calentito; pero, ¡árbitro!, ¿es que no lo ve? Necesita unas gafas urgentemente. Pase usted por la óptica de mi amigo Pepe Cerquera, hombre. La bronca del respetable es monumental y, ¡atención, lo que faltaba, empiezan a lanzar objetos al terreno de juego! ¡Señores, no se desmadren, señores! ¡Esto empieza a ser un espectáculo dantesco! No es que estén arrojando objetos al campo, es que... ¡es una auténtica lluvia de piedras lo que cae ahora desde las gradas! ¿Qué digo, piedras? ¡Ladrillos de Bailén, señores! ¡Ladrillos de Bailén!
La voz que sonaba, inconfundible, narrando con palabras sólo parecidas aquel chispazo memorable, era la de José Antonio Sánchez Araujo. Nuestro locutor, el de todos, nos regalaba otro instante único para que pudiéramos archivarlo en el rincón más amable de la habitación más risueña de nuestra memoria. ¿Cuántos momentos como aquél nos habrá dejado El Maestro?
Hace unas semanas, el partido andalucista de Alcalá pidió un gran reconocimiento de los alcalareños a Sánchez Araujo. Merecido sería, por supuesto. Y es que es cierto que viene recibiendo homenajes de los distintos ámbitos en los que ha dejado el sello de su personalísimo trabajo, pero le falta el de su pueblo; un agradecimiento por todas las veces que, desde su garganta diestra, desparramó las bondades de Alcalá por toda la provincia y por el resto de España.
Pero nuestro ínclito paisano ya ha dejado claro que no quiere ver su nombre en una calle, así que, de reconocimiento rotulado tras una cortinilla corrediza, ni hablar. No obstante, no cierra tal negativa la posibilidad de distinguir al Maestro con una mención especial. Una distinción para otorgarle, por ejemplo, las llaves de la ciudad: por haber hecho de Alcalá su casa acogedora en la cercanía y su hogar añorado en la lejanía; o la cruz del mérito alcalareño: por haberse mantenido fiel a su pueblo después de conocer tantos puertos; o, si no, el título de hijo predilecto: por pregonar a los vientos de las ondas su amor filial a la patria chica.
El mejor abogado que jamás pudo tener Alcalá lleva casi medio siglo enseñándonos con maestría el arte de narrar conversando, de contarnos unos hechos objetivos aderezados con la sencilla alegría de lo cotidiano. Enseñándonos a no elevar nunca nada a definitivo. Casi medio siglo siendo ese maestro que lo mismo te envuelve media verónica en una torrija, que te dibuja un golazo por la escuadra del último bar.
Somos muchos —casi todos— los que hemos crecido familiarizados con su voz, haciéndola parte de nuestro mundo más cercano y confortable. ¡Cuántas veces nos hemos sumergido en esa atmósfera única y familiar de la radio conocida!, y hemos terminado charlando en silencio con él, en confianza, como quien piensa en voz alta al levantarse de buen humor una mañana soleada, mientras el aroma a pan tostado inunda la casa.
El inimitable más imitado, el cronista de verbo locuaz y alargado, se merece el mayor de los reconocimientos por parte de un pueblo que, de todas formas, quedará siempre en deuda con él. Porque es impagable una obra que, mientras se ha ido haciendo, no ha dejado de recorrer nuestras calles pregonando a cada paso sus encantos. Una obra que ha ido engordando a cada oyente, entre goles y chicotás, con una bizcotela en San Joaquín y unos churros de La Mina; entre viajes y alineaciones, con un café en Santa Susana y el ligao de Baltanás; y entre ovaciones y el tiempo de descuento, con un arroz en Bernardo, y otro más, con perdiz, en Pinichi, con tres dulces en La Centenaria y, cada tarde, con una torta de Alcalá.
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