Estamos sacudiéndonos ya los tímidos coletazos de un invierno hasta ahora ausente que quiere hacerse notar antes de irse, y lo único que cambia en nuestra tierra es precisamente eso, el tiempo. Cambia y pasa, y seguirá pasando para que llegue la primavera en aluvión. Pero nuestro entorno seguirá como siempre, inamovible, descomponiéndose en su propia quietud.
Los responsables de este panorama inmóvil tienen su lugar de inacción en el número 1 de la plaza del Duque, y por encima de todos está el jefe de la casa sita en dicho lugar (por favor, sita, con “s”, y no con “c”, como quieren verla algunos que la rondan), jefe que no es ya un alcalde ausente, sino una ausencia en sí mismo.
Mientras nada cambia bajo el sol de nuestra era, los privilegiados que pueden darse un paseíto diario por las calles de su entorno presencian la lenta descomposición de lo inmóvil: ayer, un cadáver triste como símbolo del abandono; hoy, un incendio maloliente provocado por toda la mierda que la dejadez ha acumulado; mañana, quién sabe si el expolio de una villa llamada Esperanza, si otra profanación de un palacio conocido como Ybarra, o si el desplome de una antigua sede de policía, coloso estrujado por un cruel corsé enmohecido.
Hay tanta dejadez por donde pisamos, que es normal terminar pensando que, más que dejadez, es provocación; provocadora dejadez en cualquier caso. No es normal la situación de indiferencia ante un paisaje tan desolador —paisaje céntrico todo él, por cierto—. Y no es normal la desvergüenza con la que los que tienen a su alcance la posibilidad de revertir la situación esconden en su mano el dedo índice para sacar, de la misma mano , el corazón y, con un giro de muñeca, plantártelo en la cara des-cara-damente.
No hay nada, en fin, que esperar de unos ediles ensimismados en sus interioridades, que no son pocas —a ver a quién amenaza ahora ese castigador con sillón presidencial en Servicios Urbanos—, y ocupados en darle propaganda a todo lo que ellos, bajo el eternizado limonato han levantado de la nada; y se arrogan sus honores como si a cambio, en vez de una deuda insalvable, sólo hubiesen dejado esfuerzo, sudor y lágrimas. Ahí están la biblioteca, el “Riberas de Guadaíra”, el Museo… obras enormes que han de quedar por mucho tiempo para el bien de los ciudadanos, aunque otra cosa es la gestión real de todos estos centros al margen de la propaganda.
En tanto que se prolonga el ensimismamiento y nada de lo nuestro, no de lo que parece sólo suyo, sino de lo que siempre estuvo, tenga la más mínima posibilidad de cambio por mediación pública, tendremos que seguir confiando en la acción privada como única forma de progreso. Buenísimos ejemplos y recientes tenemos de ello: el gran trabajo de todos los que han conseguido traer un magnífico órgano desde Escocia para elevar espíritus y crear CULTURA con mayúsculas, como dijeron el día de su bendición; la propuesta de Ágora para salvar y llenar de vida el deprimente estercolero en que se ha convertido el antiguo mercado de abastos (camino de ello va también la nueva Plaza, esa que venía a ser la “Boquería del sur”); los eventos culturales y solidarios, cómo no, de Cáritas; o la última propuesta de FICA para que se adjudique el espacio desaprovechado de la Harinera.
Por lo particular, por lo privado, y por cada uno de los vecinos que aportan cada día una solución a un problema y una iniciativa ante el inmovilismo cotidiano de lo público, podemos seguir soñando con un panorama mejor mientras nada cambia. De paso, sigamos mirando la quietud de nuestro entorno; a ver si nuestro alcalde, ausente como el último invierno, hace como va a hacer éste y se va definitivamente. Total, no ha de notarse la ausencia.
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