Siempre que llegan las fechas señaladas en nuestro tradicional calendario, los encargados de la actividad cultural de nuestra ciudad, asentados en la seguridad que les inspira todo lo arraigado en el pueblo en forma de creencia y tradición, respiran tranquilos y se limitan a coordinar cada evento confiados y seguros de la fidelidad de los vecinos a su idiosincrasia.
Todos los usos y costumbres de esos días se han convertido, a través de los años, en una riquísima muestra de cultura popular que desciframos comiendo mantecados o pestiños, cantando villancicos o saetas, o siguiendo a una cabalgata o a un paso.
Así, acercándonos al mes de diciembre, todo gira en torno a la Natividad del Señor y a Su Epifanía. La ciudad, a través de celebraciones religiosas y ritos antiquísimos —razón y esencia de todo lo demás—, enreda a sus vecinos en una maraña de costumbres cargadas de historia. Del mismo modo que, impuesta la ceniza, nos sumerge en una Cuaresma en la que las tradiciones —consolidadas por una creencia religiosa sin la cual no habría sido posible nada de esto— han desembocado en una brillante manifestación artística y estética —“se trata de la belleza”; titulaba el creador de este periódico—.
Poseemos pues una cultura gruesa, consolidada y, de momento, viva en la que participamos sin necesidad de que nadie nos empuje, y en la que los cicerones de nuestro ayuntamiento nos acompañan, dedicándose, simplemente, a figurar en representación de su Institución. Está bien, no hace falta más.
Pero no es ésta la única cultura que nos alimenta, o no debiera serlo. Más allá de la cultura arraigada, habría que permitir el paso a una que llenase el vacío de los días planos, esos que pasan desapercibidos entre las hojas del almanaque. Y tendría que ser precisamente ésta, más allá de la tradición, e ignorando, a su vez, los vaporosos inventos de progresía propagandista, la que abriera nuevos caminos culturales en la ciudad.
Hay materia prima en nuestra tierra para protagonizar un movimiento cultural que ayude a la edificación de un pueblo vital, merecedor de aprecio y estima. Una cultura sensible, de nivel y bien llevada en todas sus vertientes. Pero es ahí, en esa cultura aún no popular, donde Alcalá (igual que Sevilla —su tan cercana capital—) necesita un gran empujón, un enorme impulso sin el cual es imposible su progreso.
Ahí es donde los próceres de nuestro ayuntamiento deben ponerse las pilas y cargarse de predisposición e interés sincero. Tienen que olvidar de una vez la preocupación por salir en la foto y moverse en busca de un objetivo mucho más honroso que el de un triste voto. No debería ser tan grave que el señor Alcalde llegue tarde a la presentación de un libro, aunque convendría mantener el decoro —ese que olvidó el delegado de cultura cuando en dicho acto se puso a hablar por teléfono sin pudor alguno—, ¡que no pasa nada si no sale en la foto! Lo grave debiera ser que, terminado el acto, sea cual sea, salga corriendo para llegar a tiempo a la siguiente foto. Cuando lo oportuno, y provechoso para Alcalá, sería quedarse a escuchar y a anotar cada una de las ideas de las despreciadas seseras que, precisamente, son las que hacen posible que, de vez en cuando, siga habiendo un atisbo de buena cultura en nuestro pueblo.
Muévanse, aunque se pierdan la foto, vayan en busca de la cultura y hagan posible que llegue a todos. Y, por favor, no olviden el decoro —no tiene desperdicio el cartel anunciador del concierto de Tamara en el Riberas del Guadaíra. “Total, qué más da la ortografía” piensan—.
Un pueblo que no fomenta su cultura es un pueblo inanimado. Una cultura de altos vuelos, sensible y bien orientada, puede revivir a un pueblo moribundo.
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