Opinión - 27/09/2012
"Sin rumbo". Juan Alcaide
Autor:
Juan Alcaide Rubio

Ha pasado ya algún año desde que  un intrépido merlón de nuestro castillo se precipitara al vacío desde la cumbre de su muralla. Su enorme volumen cúbico se desgajó,  corrió ladera abajo   (like a rolling stone)  y vino a parar a sus pies, en la ribera del Guadaíra.

El inmenso hexaedro dorado dibujó una nueva  silueta de la fachada septentrional de la ciudad trastocando su perspectiva para siempre. Pero a su vez, este cascarón cuadriculado de tonos ocres diseñado por un prestigioso grupo de arquitectos, se integró de tal forma en el entorno que su imagen parece representar un primerísimo plano de la desdentada corona que adorna la cabecera del cuadro.

El hermoso espacio que encierra esta arquitectura se concibió como un lugar destinado a albergar algunos de los mejores espectáculos culturales del panorama artístico. El proyecto, acaso pretencioso, pretendía convertir a Alcalá y a su teatro-auditorio Riberas del Guadaíra en referente sureño de las artes escénicas.

Más allá de lo realista o desmesurado de las expectativas (nada ha de verse exagerado si responde a un buen trabajo, estudiado y planificado con criterio) el proyecto era más que ilusionante.

Con un comienzo laborioso y difícil el teatro fue haciéndose un hueco en el agitado mar en el que debía navegar. Los primeros meses fueron exitosos: espectáculos de calidad, entradas agotadas, repercusión en los medios… se empezaba a conocer ese nuevo teatro, un nuevo recinto, moderno y tan cercano a Sevilla que podría venir a cerrar un triángulo envidiable, casi mágico, formado por este, el teatro Lope de Vega y el Maestranza.

Por desgracia, hoy estamos lejos de esa situación soñada. Pero, ¿qué ha pasado? ¿Por  qué se ha perdido el norte?

Después de conseguir lo más difícil, ¡oh ingrata fortuna!, la incompetencia vino a revolotear por donde no le tocaba… y tocó donde no debía, cargándose los imanes de la brújula que marcaba el rumbo de esta empresa, dejándola al albur de los vientos.

Cuántas veces, ante situaciones similares, hemos clamado preguntándonos lo mismo: “¿Por qué estamos condenados a sufrir la intromisión de cargos  ( ¡cuánto cargo!) en tareas en las que no son competentes?

Tal vez la respuesta esté en el axioma que me explicó un día un amigo. Fue hablándome del Principio de Peter;  principio que dice algo así: El trabajador que, estando en una organización jerarquizada, realiza correctamente su trabajo será promocionado a puestos de mayor responsabilidad hasta que alcance su nivel de incompetencia.

A su modo, trasladándolo a la España de principios del siglo XX, Ortega y Gasset afirmaba: “Todos los empleados públicos deberían descender a su grado inmediato inferior, porque han sido ascendidos hasta volverse incompetentes”.

Dado por bueno lo anterior, podríamos llegar, por tanto,  a dos conclusiones:                                 

  1. El trabajo eficaz es realizado por aquellos empleados que no han alcanzado todavía su nivel de incompetencia.
  2. Con el tiempo, todo puesto tiende a ser ocupado por un empleado que es incompetente para desempeñar sus obligaciones.

Excelencias:                                                                                                                                               Hay que fijar un rumbo y dejarse guiar por los que saben de navegación, confiando en su trabajo competente y dándoles el tiempo necesario para afianzar su proyecto. No se puede avanzar a capricho de la veleta con la improvisación por bandera, hay que marcar un itinerario; de lo contrario el barco, sea humilde bote o galeón, termina zozobrando.

Se echa en falta una programación coherente;  una planificación que permita con antelación lanzar distintas ofertas de abonos;  una temporada diferenciada por ciclos temáticos que atienda a las distintas demandas, a cada grupo y a todos los gustos, pero con el emblema de la calidad como garantía.

Mientras tanto, paisanos,  aquí seguimos, en medio de una sociedad aletargada y adormecida con las nanas que tararean incansables los titiriteros que manejan los hilos. Triste arte de la apariencia en el que unos listos inútiles colocan con experimentada maña a cada cual en el puesto en el que les es más útil.

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