Hay una etapa de tu vida en la que faltan dedos de las dos manos para contar el total de bodas a las que a lo largo del año uno está invitado. Suele coincidir con la época en la que tú también estás en la pomada, y uno tiene que soportar la cansina pregunta de: “¿Y tú cuándo?, para el año que viene, ¿no?”. Y como a cada cerdo le llega su San Martín, un día va tu novia y te suelta: “¿Vamos este sábado a ver sitios de celebración? Pero por nada, por ir mirando, así tenemos algo que hacer este fin de semana”. Tú accedes y, por supuesto, cedes. Error. La trampa ya está preparada. Sabías que más pronto que tarde lo tenías que hacer. Lo que no podías ni imaginar es lo largo que puede hacerse un segundo cuando el encargado del salón de celebraciones te planta la agenda en las narices y te dice: “Pues ese día tenemos un hueco”. Y entonces te das cuenta que ese día, ese que ellos tienen libre, tu dejarás de serlo.
A partir de entonces todo se va complicando. La lista de invitados, las pruebas de los trajes, el acto civil o la ceremonia religiosa, las flores, la orquesta, el viaje de novios, la despedida de soltero (bueno, esto no), las fotos, el vídeo, el menú, las invitaciones, etc. De toda esta interminable lista, si hay algo sumamente complejo en la vorágine de preparativos es organizar las mesas del banquete nupcial. Un puzzle en el que no es fácil encajar todas las piezas y conseguir sentar a la misma mesa grupos de afines y a la vez integrar algunos invitados que vienen sueltos. Si tienes suerte, quizá puedas contar con algún amigo más avezado en estos menesteres de los protocolos, que con maestría te resuelve completo este sudoku nivel experto. Pero si no cuentas con esta ayuda, cabe la posibilidad de que se recurra a la solución más inmediata, que no es otra que montar una mesa con el resto de las piezas sueltas, la popularmente conocida como “la mesa carquiñón”.
Para el que no lo sepa, el carquiñón es el producto más auténtico y genuino de nuestra repostería local, con la salvedad obvia de las tortas de Alcalá y las bizcotelas rellenas. Es el hermano pobre de los anteriores, pero no por ser más modesto en su apariencia es menos noble en su procedencia. Se elabora con los recortes de masa de otros pasteles más finos, descartes y restos que, amasados de nuevo, tienen una segunda oportunidad y dan cuerpo a una heterogénea composición en la que se fusionan la materia prima de los rositas con la de los piononos, hojaldres o la masa de bizcocho, y en la que hasta podemos llegar a reconocer trazas de alguna crema. De aspecto rudimentario, tiene una presencia más bien sobria, con una corteza protectora que el horneado le ha dotado para que defienda la exquisita amalgama de su interior.
El carquiñón como concepto puede ser una buena receta para aplicar en los tiempos que corren. Sus cualidades como producto nos hablan de reciclaje, de eficiencia, de no desperdiciar ni un gramo de la materia prima disponible, de ver qué podemos hacer con lo que tenemos, lo que traducido a jerga política suena así de raro: “la puesta en valor de nuestros recursos endógenos para un desarrollo sostenible”. De competividad, de ofrecer un producto de calidad a un precio ajustado, de satisfacer las necesidades a “low cost” sin renunciar a la rentabilidad. De colaboración, de unirse creando grupos heterogéneos y multidisciplinares que bajo una misma corteza nos permita ser más resistentes y afrontar con más garantía las incertidumbres, de apoyarnos para juntos poder afrontar nuevos proyectos y retos mayores, o sea, la famosa y manida “sinergia”.
No por ello tenemos que renunciar a llegar a ser una crema tostada o un tocino de cielo. Ya lo hemos sido otras veces, o nos hemos creído que lo éramos. Quizá en el intento de elaborar un carquiñón nos salga un dulce más fino. O al menos, para cuando vuelvan las condiciones favorables y los encargos por docenas, que nos coja con las manos en la masa, la maquinaria a punto y el horno encendido.
Si le ofrecen un carquiñón, o formar parte de uno, no lo desprecien, nos puede ayudar a salir de esta. En la última boda a la que me invitaron, fui una de esas piezas sueltas que no se sabe donde encajar. Acabé sentado en “la mesa carquiñón”. Les tengo que confesar que fue una de las bodas en las que mejor me lo he pasado. Conocí gente nueva con la que compartí muy buenos momentos.
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Los colaboradores de este medio, de momento, no cobramos. Como recompensa tenemos las amables palabras que nos remiten algunos lectores, las cuales se agradecen, dan aliento y alimentan el ego. En esta ocasión, con permiso del director, me lo voy a cobrar en autopromoción. Empieza el anuncio: en la calle La Plata 21, un grupo de profesionales hemos puesto en marcha CoLABorando, un espacio coworking, “¿y eso qué es lo que es?”, pues un lugar de trabajo flexible a un coste reducido para autónomos, profesionales y emprendedores, en un ambiente colaborativo de intercambio de servicios, ideas y conocimientos. Están ustedes invitados a formar parte de este carquiñón.
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