Ángel activa el teléfono acariciando un reflejo azulado. Antes de salir de la oficina, en la confortable soledad en que lo dejaron las prisas ajenas, se informa leyendo en su móvil las novedades de última hora. A sus cuarenta, Ángel, ha dejado de dedicarle tiempo a lo internacional y va enraizándose en su suelo casi involuntariamente, volviéndose cada vez más carpetano y más vetón. De esta manera termina hoy, como cada día, buscando una alegría en las noticias de su ciudad con la ruborizante ilusión, remota pero sincera, del que comprueba si el número premiado en la lotería coincide con el suyo. En las sienes de Ángel sigue creciendo la nieve.
Julia mira una vez más la foto de su niño celebrando el gol. El extenso verde, los rojos, los azules y cada uno de los tonos de la instantánea —tan luminosos— le devuelven, por un momento, todos los colores que le usurpara un ladrón de guante blanco, sin que ella se diera, acaso, cuenta. Aferrada a los reflejos que desprende la luz de su portátil, Julia mantiene el contacto con su mundo más cercano atenta a cualquier oportunidad. Cuando su pensamiento revolotea dejando el cursor abandonado en una esquina, la oscuridad del salvapantallas le devuelve su imagen: Julia sigue siendo guapa; no le han salido nuevas arrugas, aunque los surcos son más profundos. En el fondo de los mismos está sedimentada su experiencia.
Lola no puede evitar inquietarse; todavía está esperando una respuesta de las amigas. Vuelve a enfadarse, sintiendo que, aquí, cada uno va a lo suyo. Como cada vez que sufre una contrariedad, Lola piensa que, al terminar Bachillerato, tenía que haberse ido afuera con los demás, al extranjero, a cualquier parte. Al menos así, mañana, pisaría el albero con otro ánimo, y se habría quitado el marrón de organizarlo todo. Mientras su padre husmea por encima de su hombro, Lola pincha otra vez en la página del periódico para terminar de leer la crónica del pregón de Feria.
La voz ronca del abuelo despierta de su ensimismamiento a Luisito como una persiana que, subida de golpe, destroza el sueño del remolón. Sin cerrar la página de internet en la que mira una vez más las fotos de su cruz de mayo para verse —orgulloso, espléndido— con todo su grupo en brillante procesión, abandona el escritorio y acude al reclamo. El abuelo encara ya la puerta de la calle y Luisito le sigue, fijándose en que, de espaldas, el cuerpo del abuelo, más corvo, apenas deja ver su cabeza. Sin embargo, Luisito, que intuye cierta intranquilidad en los que le rodean, siente la misma seguridad de siempre a su lado, esa seguridad con la que el abuelo pisa el mundo a su antojo, porque lo conoce.
La noche ha sido fresca y el día aún conserva ese airecillo húmedo de la amanecida. Gabriel está entrando por fin en Alcalá, viene por la carretera del Adufe y ya puede ver a lo lejos, en lo más alto, la silueta desdentada del castillo. No sabía que pudiera echar de menos un precipicio como el que se hunde a su derecha. Justo antes de llegar, Gabriel, quiere echar un último vistazo al periódico que le ha mantenido informado sobre su pueblo todo este tiempo que ha estado fuera. Quiere ver las fotos de la portada de la feria e informarse de la última hora. Así no tendrá que perder tiempo en pormenores. Será como si no se hubiera ido.
Cuando Lola pasa a la altura del espejo colgado en la pared izquierda de la caseta, no puede evitar una miradita disimulada; el espejo le devuelve su mejor versión y Lola se viene arriba. Antes de dar un nuevo paso tropieza con Gabriel, que acaba de llegar y, después de un fortísimo abrazo, sin poder dejar de sonreír ya, le dice que va a acercar a Luisito a los cacharritos, se lo había prometido. Luego se verían, cuando el abuelo se llevase a Luisito de vuelta.
Apoyado en la barra, Ángel, con una copita de manzanilla en la mano, se siente ligero. Está feliz en medio de esa conversación intrascendente. Todavía no se ha puesto a bailar y el polvo le llega ya hasta las rodillas; es posible que lleve varias horas en la Feria, aunque él no se ha dado cuenta; juraría que acaba de entrar.
Gabriel está de vuelta, pero esta vez ya no trae a Luisito de la mano, ahora es Julia la que viene bien agarrada a su brazo. Andrés la observa y se alegra al verla reír de ese modo; dos profundas y preciosas arrugas enmarcan su risa. Ahora sí va a arrancarse a bailar.
Esta colmena creada por Guadaíra Información cumple un año. Felicidades a todos los que le han dado vida en una época en la que escasea la miel, la cera y el polen.
El aniversario de esta ventana alcalareña, que nació con la pretensión de convertirse en un buen periódico, informando y haciendo que el pueblo se hablase a sí mismo, coincide felizmente con la celebración de una Feria que viene a disipar por unos días los malos vapores que nos envuelven a todos.
Felicidades... ¡y a la Feria!
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