Cita de Heráclito de Éfeso. “En los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos].”
El fragmento (citado con frecuencia erróneamente como no se puede entrar dos veces en el mismo río) ejemplifica la doctrina del cambio: el río —que no deja de ser el mismo río— ha cambiado sin embargo casi por completo, así como el bañista. Si bien una parte del río fluye y cambia, hay otra (el cauce) que es relativamente permanente y que es la que guía el movimiento del agua. (1)
Perdonen la pedantería por tirar de los clásicos, pero en uno de los meandros del río de mi memoria flotaba orillada, algo turbia, la cita anterior. A los que hicimos el bachillerato en los tiempos del BUP, las clases de filosofía nos dejaron, en el fondo, un sedimento de conocimientos que, a golpes de clic, uno saca a la superficie con solo teclear dos o tres palabras en el buscador. La cita (1) es literal. Pueden comprobarlo en la Wikipedia.
Todo fluye (el agua), solo el cauce permanece (el valle).
Ya han pasado unos cuantos siglos desde que el primer alcalareño se empeñara en domesticar piedra a piedra la fuerza motora del caudal del río Guadaíra. Se obstinó en hacerle un dique, que por entonces se llamaba azud, y de este modo desviarlo a los bajos de una construcción con forma de torre. Este ingenioso antepasado nuestro le había colocado en sus entrañas una especie de rueda cuyos radios sustituyó por unas palas que, al entrar en contacto con el agua, movían un eje de madera que a su vez hacía girar una gran piedra en la parte superior. Arrancaba de esta forma nuestra particular historia industrial, o para ser más precisos, preindustrial.
La evolución no fue rápida, tuvieron que pasarle muchas riadas por encima a los molinos para que el provecho de este ingenio, y otros que fueron dispersándose a lo largo del cauce, crearan un excedente en la producción de harina y, por consiguiente, el desarrollo de una floreciente actividad de su transformación en pan. Como la capital estaba “tan sólo” a unas horas de burro y el Guadalquivir no era idóneo para la molinería, nos convertimos en su proveedor, prácticamente en exclusividad, de tan básico alimento.
El primer cambio importante llegó con la Primera Revolución Industrial, de la mano de un ferrocarril que, en la década de 1870, vertebró la comarca de Los Alcores y nos acercó la capital a menos de una hora de tren. Del mismo modo que la máquina de vapor mejoró la logística de la industria panadera, su aplicación técnica a otros sistemas alternativos de molienda fue ganándole terreno a la fuerza natural del río, y se convirtió en una amenaza para el liderazgo indiscutible que Alcalá había disfrutado hasta entonces. Ya no era necesario contar con un cauce propicio para moler cereal. Las piedras de los molinos no se pararon de repente porque la inercia era grande, pero poco a poco el desgaste acabó por hacer mella.
Sin embargo, la tradición de la industria panadera había dejado un buen número de oficios auxiliares que daban cobertura a la actividad principal. La necesidad de recomponer constantemente los aparejos de los molinos hizo que el oficio de la madera se desarrollara con notoriedad. De igual modo, artesanos de la fragua daban forma en sus yunques a herramientas y otros elementos auxiliares. La mayoría de ellos se agruparon a lo largo de la actual calle Bailén y su prolongación en la calle Arahal, una especie de polígono industrial lineal en el borde del casco histórico que, por su proximidad al río, seguía físicamente vinculado a éste, su original razón de ser.
Al amparo de estas condiciones favorables, en los años veinte del siglo pasado, un puñado de visionarios industriales liderados por Agustín Alcalá y Henke, ponen en marcha una gran reconversión económica al apostar por el aderezo de aceituna como nuevo motor de desarrollo local. La Segunda Revolución Industrial germinaba en Alcalá gracias a la herencia que los oficios de la Primera había abonado en nuestra tierra. La optimización de los procesos de producción con la especialización de las tareas en los almacenes de aceitunas y los transportes marítimos basados en el petróleo que posibilitaron las exportaciones, supusieron el despegue y la expansión de un tejido productivo que trajo de nuevo prosperidad a nuestro pueblo. Y cuando este modelo empezó a dar los primeros síntomas de agotamiento, un nuevo impulso llegó al municipio en los años sesenta, con la instalación del Polo de Desarrollo. Es obvio que su implantación se debió principalmente a nuestra posición estratégica en la corona metropolitana, pero no podemos olvidar que la larga tradición industrial de la ciudad fue determinante para abastecer de mano de obra cualificada y dar servicios auxiliares a las grandes empresas que apostaron por instalarse aquí.
El final de este último ciclo ya lo conocen ustedes. Me ahorro los detalles, así evitamos todos el sufrimiento y el desencanto. Nuestros líderes andan lamentándose de que los que se van, de los que desmantelan, de los que se deslocalizan, de los que se van dando un portazo y que son unos desagradecidos. Llevan razón. También andan vendiéndonos de nuevo la vieja receta de la reindustrialización, con la ilusión de ver si nos cae del cielo otro Polo de Desarrollo sobre el espejismo de un gran Parque Logístico hiperconectado con circunvalaciones fantasmas que van de ningún sitio a ninguna parte.
Estamos ante un cambio de ciclo, la Tercera Revolución Industrial ya está en marcha, y cuanto más retrasemos nuestra incorporación a ésta, más tardaremos en salir de la situación actual. Sus principios son el cambio de modelo energético basado en las renovables e Internet como soporte del conocimiento. Como predican sus gurús, no hay tiempo que perder, ni otra solución posible: el futuro es ahora y está en manos de las nuevas generaciones nacidas en la era de las nuevas tecnologías digitales. Contamos en nuestros genes con el espíritu emprendedor desde aquel primer molinero, también con la tradición de nuestra larga historia industrial, y por supuesto, con el talento de la generación de jóvenes mejor formados que se nos están escapando a Alemania con sus ordenadores portátiles bajo el brazo.
Volvamos al río, ése que ya no es el mismo. El agua pasada no mueve molino por mucho que nos empeñemos. Tampoco podemos bañarnos dos veces en el mismo río, a pesar que los de mi generación no nos hemos bañado nunca en el nuestro. Sólo nos queda el cauce, el valle que permanece. El ecosistema donde plantar un nuevo proyecto colectivo. Llevamos cincuenta años de retraso con el Silicon Valley californiano. ¿A qué esperamos para poner en marcha el Guadaíra Valley? ¿Por qué no?
Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente.
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