Del Paraíso en un rinconcito,
a la vuelta de un estrecho "Pescuezo", un bocado de Adán a una manzana de Plata nos invitaba
a su cama en la noche más larga.
¡Cuántas veces, a nuestras espaldas,
se cerraron sus puertas broncíneas —reverso de las que el Maestro dejara en Florencia—!
Y, cautivos en su amada penumbra, saboreamos las horas más negras.
¡Cuántos días al salir del parnaso,
de su calor a la sombra seguimos, hasta tornarse, allí afuera, violácea la oscuridad de la Tierra!
Y... expulsados de nuestro reducto, amenazaba cruel otra borrachera.
Disculpen este romanticismo tardío y permítanme esta licencia becqueriana, esta usurpación. Pero es que un hiriente cartel —SE TRASPASA— nos ha arrancado de golpe un pedazo de gloria en la esquina de un Paraíso tan terrenal como alcalareño. Y algo así siempre mueve a la melancolía y el recuerdo.
¡Después de tantos y tantos años sin edad! Después de mezclar generaciones alrededor de su barra, a todos los que, más de una vez, nos creímos eternos en su interior, el brusco carpetazo de El Resbalón nos ha dejado fríos y nos ha hecho para siempre más viejos, mucho más viejos. Se acabó el revivir en presente.
Y es que, de ahora en adelante, cuando pasemos por allí, en vez de perder la conciencia del tiempo como hacíamos en nuestro pequeño "Nunca Jamás", tendremos que contarle a nuestros menores, como han hecho toda la vida los viejos, que en esa esquinita, justo ahí, al final de esa cuesta empinada, hubo siempre un lugar con solera. Era "el Bui", mucho más que un bar, un lugar de cerveza y conciertos, de encuentro y reencuentros, de charla y licor.
Y ya para siempre en pasado imperfecto, rememorando lo que no volverá, podremos dibujarle a los que no lo vivieron el mundo al que se entraba al salir del Paraíso en un resbalón. Y podremos decirle que, atravesado el umbral, vencida la claridad exterior, te acogía la cálida sombra de su ambiente entre oscuros soplidos de doradas trompetas y lamentos eléctricos de guitarras viejas. Y ese ambiente inconfundible, con billar o sin billar, con barra a derecha o a izquierda, con huracanes de humo o atmósfera límpida, siempre fue el mismo. El mismo que lo hizo único porque tenía estilo y buen gusto; porque no hacía distinciones entre charlas y risas, entre canciones y clases, entre vino y champagne . El mismo que nos acompañaba mientras exhalábamos nuestros vapores, confundiendo percusiones con inaudibles voces al oído, estribillos de un amigo con historias repetidas de amoríos, o las luces del cielo de un mostrador con estrellas pequeñitas y cercanas.
Amigos, se ha perdido un rincón legendario. El Paraíso es hoy más pequeño y más breve porque se ha quedado sin noche cerrada; y sin noche cerrada, es un edén sin fruta prohibida, un sacrificio sin tentación, una broma sin gracia.
Simplemente podemos recordarlo. Y, recordándolo, agradecer la presencia de todos los que pasaron por allí poniéndole alma a su proverbial ambiente.
Gracias a Rafael Marín, por haberlo hecho posible. Y a todos los que, con su trabajo, nos permitieron acortar lo grave y alargar la vida.
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